Hablar de momentos oscuros es complicado, trae malos recuerdos y duele; pero también es liberador, ayuda y puede ayudar a los demás. Así que allá voy. Voy a hablar de la etapa más oscura de mi vida, en la que la ansiedad y la depresión se adueñaron de mi.
Antes de empezar, tengo que confesar que tengo un defecto enorme: tiendo a poner los estudios como eje central de mi vida. A esto hay que sumar que soy una persona excesivamente autoexigente y a la que le cuestan mucho los cambios de planes. Con estos antecedentes ya puedo empezar con mi historia oscura.
Tenía 20 años. Todo parecía ir de maravilla en mi vida: estaba a punto de empezar mi tercer año de la carrera de medicina, tenía una familia y un grupo de amigos maravillosos, una pareja que me quería, tenía aficiones que me hacían disfrutar del teatro y del arte, no tenía problemas de dinero ni de salud. Todo iba genial.
El curso empezó y mi vida se empezó a torcer. La carrera empezaba a desmotivarme. Hasta ese momento, yo había estado muy contenta con la elección de estudiar medicina. Nunca he querido ser médico, pero me fascina el funcionamiento del cuerpo humano y cómo reacciona cuando enferma. En los años anteriores había aprendido y disfrutado mucho, así que nada me hacía pensar que ese tercer curso iba a ser diferente, pero lo fue. Las asignaturas cambiaron de enfoque totalmente, pasaron a ser un recital de cómo ser médico y no lecciones sobre cómo funciona el cuerpo humano. Las clases dejaron de ser lo que yo disfrutaba, sentía que ese no era mi sitio, no era feliz yendo. Sé que esto puede sonar un poco raro, pero hasta ese momento, para mi ir a clase era entretenido, me gustaba, me divertía.
Además, por si fuera poco, ese curso empezaban las prácticas en el hospital. Recuerdo mis primeras semanas en medicina interna como algo terrible. Ver tanto sufrimiento y dolor podía conmigo. No exagero si digo que salía llorando del hospital todos los días. Cada vez estaba más claro que ese no era mi sitio.
Aún así yo seguí intentando tirar para delante. Seguía yendo a clase, seguía yendo al hospital, seguía con mi vida. Sin embargo, empecé a notar que el día a día se hacía cada vez más duro. Intentaba motivarme con ciertas clases que me gustaban, con cosas buenas de mi vida, con la gente que me rodeaba, etc. Pero aún así, cada vez tenía más días tristes, cada vez estaba más cansada.
Las semanas iban pasando y la cosa no mejoraba. Es más, iba a peor. Tenía que hacer muchísimo esfuerzo para cualquier cosa, estaba agotada, no tenía ganas de nada. Me costaba dormir, me costaba comer, me costaba levantarme de la cama, me costaba relacionarme con gente. Poco a poco estaba perdiendo la capacidad de vivir. El no comer y no dormir me hacía sentirme más y más débil. También empecé a tener dolores de cabeza, de espalda, musculares… Me dolía todo: otra excusa más para no salir de la cama.
¿Lo peor de todo? Sentir que no puedes con ello. Sentir que estás dejando de ser tú y no ser capaz de luchar contra ello. Ante estos sentimientos empecé a odiarme, a pensar que no merecía nada bueno. A veces me castigaba mordiéndome el brazo. Me hacía daño, pero era un castigo que pensaba merecido y que me relajaba.
Ante todo esto decidí ir al médico. Algo me tenía que pasar. Fue una experiencia bastante desagradable. Salí del médico con una receta de relajantes musculares y llorando porque la única respuesta que obtuve fue “bueno, si estás pasando por un momento un poco estresante es normal que duermas mal y tengas algunos dolores”.
La situación tampoco mejoró con los relajantes musculares. No podía más. Decidí dejar la carrera. Fue una decisión muy dura para mi. Tenía la idea de que los estudios eran mi vida. Ocupaba la mayor parte de mi tiempo en ellos. Y lo había dejado. Sentía que mi vida ya no tenía sentido, que lo había perdido todo, que ya no era yo. Debería haber sido liberador dejar algo que ya no estaba disfrutando, pero en ese momento lo vi más bien como una derrota.
Mi estado físico y psicológico no mejoraba, así que decidí volver al médico. Esta vez me dio cita para el psicólogo. Para dentro de 6 meses. Ya llevaba así más de tres meses, no podía aguantar así 6 meses más. Empecé a ir a la psicóloga por mi cuenta porque sentía que la situación se estaba volviendo insostenible. Mi sintomatología era compatible con un trastorno ansioso-depresivo. Y así siguió durante unos cuantos meses más. Iba notando alguna mejora gracias a recursos de mi psicóloga, pero seguía sin ser yo.
A mi alrededor también notaban que algo no iba bien. Yo sentía que era insoportable, que molestaba a los demás, que nadie quería estar conmigo. Sentía que solo aportaba tristeza y malestar a la gente de mi alrededor. Eso me hizo alejarme de mucha gente, aislarme y encerrarme en mí misma. Obviamente eso no ayudó.
Poco a poco, con ayuda de mi psicóloga, fui dando pequeños pasos. Con mucho trabajo iba notando pequeñas mejoras. Seguía durmiendo mal, sin energía, con un malestar terrible, pero de vez en cuando tenía momentos en los que veía la luz. Tenía que hacer un esfuerzo enorme para levantarme de la cama, pero podía hacerlo. De todos modos era un proceso tedioso y frustrante. El esfuerzo y el trabajo eran muy duros, mientras que los resultados eran lentos y fugaces. Esto me llevó a un desánimo todavía mayor en algún momento.
Mi vida pasó a ser una montaña rusa con momentos de oscuridad (mayoritarios) y momentos esporádicos en los que veía posible salir de esa situación. Un día, dentro de esos tramos de oscuridad, me empecé a encontrar fatal. Mi salud ya estaba delicada desde hacía tiempo, pero esto parecía más difícil de achacar a mi malestar psíquico. Tenía mucha fiebre y apareció un sarpullido por todo mi cuerpo. Fui a urgencias, me ingresaron y estuve una semana ingresada hasta mi diagnóstico definitivo: lupus eritematoso sistémico. El lupus es una enfermedad autoinmune multifactorial, en la que están implicados múltiples factores genéticos, hormonales y ambientales. En mi caso, no sé exactamente qué predisposición tenía para esta enfermedad, pero sí que tengo claro que mi cuadro de ansiedad fue el desencadenante que hizo que el lupus se desencadenase finalmente.
Muchas veces no somos conscientes de la importancia que tiene la salud mental. No cuidamos de ella como es debido hasta que acaba afectando a la salud física. Ese fue mi caso. Tras mi diagnóstico fui más consciente de que tenía que cuidarme más psicológicamente. Empecé a trabajar más con mi psicóloga, de forma más activa, siendo más consciente de la importancia que tenía mi estabilidad mental. El proceso seguía siendo duro, lento y a veces frustrante, pero poco a poco fui mejorando. Con altibajos, sí, pero mejorando y avanzando. Poco a poco volví a ser yo. O mejor dicho, una versión mejorada de mi misma, porque aprendí a cuidar mi salud mental. Ojalá haberlo aprendido antes.
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